Monseñor Romero realizó en su vida el magis ignaciano

P. José María Tojeira S.J.

“Nada me importa más que la vida humana”. Son palabras de monseñor Romero que trataban de explicar su trabajo en defensa de los derechos de las personas. Si algo se sentía monseñor Romero era servidor. Y ello le llevaba a comprometerse con la defensa de la vida de los pobres, como la mayor necesidad de El Salvador en aquel momento. Solía repetir las palabras de san Ireneo de Lyon, “la mayor gloria de Dios es que el ser humano viva” cambiando una sola palabra: “La mayor gloria de Dios es que el pobre viva”.

 Esta defensa de la vida de los pobres llevó a monseñor Romero al martirio. En otras palabras, amando a los pobres hasta el final, realizó en su vida el magis ignaciano. “Nadie ama más que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y los mayores amigos de Jesús eran los pobres. El Concilio Vaticano II dice que “el martirio, en el que el discípulo se asemeja al maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor”. El magis está dentro de uno como gracia, pero se lanza siempre hacia afuera como servicio, hasta el testimonio total de la entrega como en Romero.

 La Conferencia Episcopal de El Salvador reconoció en un comunicado esa unión de fe, justicia y amor que lo llevó a la santidad: “Fiel a su lema de decir la Verdad para construir la paz fundamentada en la justicia, anunció incansablemente el mensaje de Salvación y denunció con vigor implacable la situación de injusticia institucionalizada y los abusos en contra de los derechos humanos y de la dignidad inalienable del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. Esto le mereció el aprecio de propios y extraños, pero también suscitó la aversión de los que se sentían incómodos por la fuerza de su palabra evangélica y de su testimonio. Por ser fiel a la Verdad cayó como los grandes profetas entre el vestíbulo y el altar”.

Profeta de justicia, mártir de amor a la humanidad y a lo humano, padre de los pobres y voz de los que no tienen voz para defender sus derechos, son rasgos de una persona que hizo su discernimiento ante la muerte de los inocentes y dedicó los tres años de su arzobispado a salvar vidas.

 Cuando monseñor Romero murió, mucha gente se desanimó. Pero con el paso del tiempo su ejemplo martirial, unido a la fuerza del Espíritu, hizo verdad lo que ya decía hace muchos años san Juan Crisóstomo, Padre de la Iglesia: “En la guerra, caer el combatiente es la derrota; entre nosotros, eso es la victoria. Nosotros no vencemos jamás haciendo el mal, sino sufriéndolo”.

 Y por supuesto, sufriéndolo activamente desde la denuncia, desde la defensa de los desprotegidos y desde la total confianza en Dios que nos da fuerza para superar la injusticia desde la no violencia activa y comprometida. El triunfo de Romero fue repetir siempre antes sus adversarios las palabras de Jesús en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.